jueves, 31 de diciembre de 2015

Y ahora, ¿qué?

Quién me iba a decir a mí que iba a acabar el año así, sentada en un banco frente a una catedral preciosa, esperando a un gilipollas que me partió el corazón, con mis tacones calzados y mi labial perfectamente rojo. Supongo que en eso se basa esta maldita época, en no volver a las andadas, pero sí volver a querer a quienes te aplastaron como a un bicho. Todos cometemos errores, supongo, y hay que saber perdonar; o eso dice mi abuela.

Así que, sí, estoy congelándome de frío, con el corazón en la garganta y la Oreja de Van Gogh en los auriculares. Que vivan las costumbres de mierda, eh. Creo que ya no me queda más que reírme de mí misma y, como el conductor presuroso de un coche, dejar pasar a los peatones, muy a mi pesar. Qué remedio.

Aunque todavía no entiendo mis ganas de abrazarlo hasta ahogarlo de añoranza. Matarlo de amor. Creo que es su boca, esa que tantas veces me hizo volver por un beso. O quizá sus manos, las que han recorrido mi cuerpo incontables y eternas veces.
En fin, sea lo que fuere, resulta que todo esto no es un nuevo final, sino un viejo comienzo. El tiempo todo lo cura y las heridas se me van cerrando a poco a poco; marcas de guerra que me adornan la piel junto con los lunares.

Va a resultar que mi cuerpo es una hoja en blanco y la sangre, las flores y las marcas de dientes se van a tener que seguir peleando por ganarse un trocito.