lunes, 9 de noviembre de 2015

Las resacas del País de Nunca Jamás

El autor arrastraba quejumbroso la voz y decía que había experimentado que su oficio, la literatura, era como la ruleta, y que las horas no tienen memoria. Aludía a ciertas personas que se habían cruzado en su vida dejando un río baboso, igual que los caracoles, y los libros que realmente le habían hechizado el corazón. Parloteó incesantemente acerca de los cielos encapotados y las alcobas vacías, y las botellas de ron a ambos lados de su cama con olor a muerto y un muerto sobre ella. Nos encogimos en nuestros asientos, y cuando parecía que iba a hundirse en un pozo sin fondo, un rayo de luz repentino floreció como una margarita sobre su boca de alquitrán, declarando que el amor era una blasfemia, pero que la única forma de salvarse a sí mismo la había encontrado entre las piernas de una payasa que le puso el mundo patas arriba. Nos recitó uno a uno los lunares de su cuerpo en un recorrido que hacía que sus glándulas salivales trabajaran a destajo, y nos confesó que la miraba y se le deshacía el estómago. Que su piel lo llamaba a gritos. Sentenció que tal vez sólo fuera un loco borracho, pero que desde que ella se marchó va de iglesia en iglesia a mear en las entradas, espetando a Dios el abandono que le hizo a su alma dejando que aquella mujer lo abandonara como a un perro.

Nos dijo que su verdad estaba en aquél amor, y no creo haber escuchado nada más puro en todos mis años de vida.

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