viernes, 22 de agosto de 2014

Banderas blancas.

La luz de la luna se filtraba por aquella ventana sin cortinas y se proyectaba sobre sus labios, como los focos de un museo apuntan a su mayor obra de arte. Yo, incapaz de apartar la vista de sus caderas descubiertas, sonreía cada vez que su pecho se llenaba de aire para después vaciarse cuando soltaba un suspiro. La camiseta de tirantes gris se le ceñía al cuerpo y se arrugaba a su vez, dejando asomar tan solo una parte de su vientre como un pecado. Su piel, acariciada por el sol, se erizaba de vez en cuando a causa de la brisa marina, que me impulsaba sutilmente a tumbarme a su lado en vez de contemplarla desde una silla. Su pelo, castaño como los árboles el mes de octubre, le chorreaba por la cara mezclándose con sus pestañas; las mismas que, cuando se separaban, me enseñaban los ojos más serenos y penetrantes. Se clavaban en mí como cuchillos, desgarrándome el alma que por entonces ya estaba prendida de su olor, desmoronándome el interior y haciendo que mis rodillas flaquearan. Yo, como un guerrero que ha luchado demasiado, me rendía, y ella lo sabía. Disfrutaba de mi anhelo a cada segundo. Por eso, cada vez que se despertaba me besaba, suave, casi imperceptiblemente apoyando sus labios sobre los míos para después volver sobre el colchón y torturarme poco a poco, dejándose vencer por el sueño, enseñándome cómo la volvía a perder otra vez.

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